De la novela corta Matriuskas, incluida en el libro Relatos de mar y vida, publicado en 2021
Todos los domingos nos encontramos. Desde que llegué aquí, desde antes de llegar aquí, desde que yo tengo memoria, ella es lo mejor que me ha pasado. Encuentro el mar en sus ojos, el mismo mar que nos rodea en esta aldea. Sus ojos son unas aguas profundas, llenas de secretos y de promesas. Misterio acuoso en un azul que cambia de tonalidad según la luz que le incida. Nuestras conversaciones son tímidas, pequeños esbozos donde la barrera idiomática delimita más que ayuda. Es en esta zona neutral del idioma inglés donde podemos manifestarnos, relatándonos despacio nuestras vidas. Desde que ella está, todo se ha transformado. Esa ansia que me consumía se ha apaciguado, porque su voz es esa playa calma que yo siempre estuve buscando. No necesito seguir caminando, me quedaría aquí, inerte en una tarde de domingo, colgado de un azul, quieto, parado ya para siempre. No sé qué pensará ella, me aterra saber que seguramente no sentirá nada más allá de una mera y agradable amistad; por ello, doy la espalda a las certezas y sigo navegando en la promesa del azul, sigo manteniéndome a flote en la ignorancia del no saber, del no querer saber. Lo que no se dice no existe, lo que no es pronunciado no se materializa. Por ello ni somos, ni dejamos de ser, aunque ella para mí lo sea todo y yo para ella tal vez, seguramente sea tan poco. Anclo mis sensaciones en mi consciencia, disfruto a lo largo de toda la semana de desgranar cada último encuentro: la ropa que llevaba puesta, la sonrisa que colgaba de su boca, el tono de su voz, los gestos de su cuerpo. Ese es mi alimento para los días de semana, el combustible que me permite ponerme en marcha cada mañana. Pienso y dibujo, coloreo de azul alguna hoja tratando de alcanzar el azul de sus ojos, pero ese azul nunca es preciso, nunca es exacto, siempre está desprovisto de luz, de su luz, por más que lo intente, no lo consigo. Y dibujo círculos, construyo formas sustentadas en esos círculos. Me gustan los círculos, porque no tienen final, al contrario que una línea recta, que siempre tiene un punto inicial y otro final, el círculo discurre sin descanso, uniéndose un principio a un final y volviendo a empezar una y mil veces sin descanso. Me dejo ahogar cada domingo en ese azul pensando que ella y yo seremos un círculo que nunca tendrá un final, y me aferro a las pinturas como aquel náufrago aferrado a un tronco a la deriva, para poder seguir viviendo el resto de la semana. Nada hay que me induzca a pensar que soy correspondido, pero quién no se ha dejado morir en un sueño, en una ilusión, quién no prefiere resguardarse en una esperanza a perecer en una realidad. Así van pasando las semanas, sigo acicalándome con esmero cada domingo, plancho mi traje una y mil veces, porque quiero que me vea así: elegante para ella, sin tacha en mi porte. Si pudiera hacerle partícipe de mis pensamientos… «Du bist blaue meer. Ich liebe dich»[1]. Sabría que ella es mi mar azul, sabría que la amo. Pero callo y la miro, callo y escucho, la escucho a ella. Su canto de sirena que me tiene hechizado. Como un niño, camino de su mano a través de las palabras en español que me va enseñando. Me siento torpe, perdido en esa lengua que me suena extraña y que sin embargo ahora está en todo lo que me rodea. Quiero aprenderla, para seguir viviendo aquí, para hacerla mía y poder también mostrarme más cercano a los habitantes de esta aldea. Quiero aprenderla porque es su lengua y me gustaría hacer mío todo lo que es de ella. Siento celos de las palabras, esos sonidos que salen a veces de su boca y que yo no entiendo. Tal vez me esté diciendo algo, aprovechando mi desconocimiento, al igual que yo me aprovecho del suyo murmurándole continuamente «ich liebe dich…»[2]. Sonríe, al igual que yo sonrío. La falta de palabras la llenamos con las sonrisas, con las miradas.
Si ella no estuviera «Ich würde verrückt und laufen nackt…»[3], sí, creo que es lo que haría, me volvería loco, me despojaría de este traje, de esta buena apariencia, porque para nada la querría ya, creo que podría hasta transformarme en un troglodita, sin afeitarme, sin cortarme el pelo. Y correría, correría sin descanso para olvidar. Atravesaría este mar una mil veces sin descanso, y los círculos dejarían de tener la ductilidad del papel, para transformarse en círculos duros, compactos, círculos de piedra que contarían mi historia. Y eso sería yo: un mar que no tendría fin por mucho que tratara de nadar en él, y montones de piedras redondas que se irían amontonando en formas imposibles. Y atrás quedaría este traje, este peinado, esta compostura, esta quietud.
Sí, eso fue finalmente el «loco» de Manfred Man
[1] Eres mar azul. Te quiero
[2] Te quiero
[3] Me volvería loco y correría desnudo