Ayer charlaba con una clienta en el trabajo. Tiene casi noventa años y está viuda desde hace ya unos cuantos. En realidad, ella hablaba y yo escuchaba, porque siempre me parece interesante lo que me cuentan las personas mayores.
Hablaba precisamente de la vejez. De las canas, de la vista cansada y de tener que usar gafas. Ella me comentaba que empezó a usar gafas de joven, pero sólo para coser o cosas así que requerían mayor agudeza visual; así que las solía llevar colgadas del cuello y las iba poniendo y quitando según necesidad. Algo muy habitual; pero lo que me contó a continuación fue lo que realmente me llamó la atención.
Cada dos por tres rompía las gafas y tenía que llevarlas a arreglar. El hecho en sí no tenía nada de particular; uno pensaría que era un poco patosa y ya está. Pero lo curioso es la forma en que se rompía las gafas: Cada vez que su marido llegaba de trabajar, ella se levantaba corriendo e iba a recibirlo a la puerta, abrazándolo con euforia. Y en ese choque apasionado espachurraba las gafas. Su marido a veces quería avisarla, pero llegaba tarde… las gafas se habían roto otra vez.
Tenía un par de gafas de repuesto y a menudo tenía que llevar una de ellas a reparar. Cuando le preguntaron a su marido cómo era que su mujer rompía tantas gafas y él contó que era tan fogosa en sus recibimientos, ella se moría de vergüenza. A mí me invadía la ternura viendo su cara al recordarlo.
Finalmente optó por usar las gafas permanentemente y llevarlas siempre puestas. Era menos arriesgado. Pero, he aquí otro dato que me impactó profundamente: Antes de decidirse a usar las gafas a diario “le pidió permiso” a su marido y a sus hijos. Sí, así, como suena. Tal cual me lo dijo. Les pidió permiso. Yo le dije que no necesitaba el permiso de nadie para decidir si llevar gafas o no y ella me contestó que ella sentía que tenía esa obligación, que le parecía lo correcto. Todavía estoy alucinando.
Cuando oí su historia pensé: hacen falta más abrazos que rompan gafas…