
Imagen tomada de Pinterest
Borraba y tachaba, y buscaba la rima que mejor convenía, y escandía las sílabas, y distribuía acentos. Y, aún no satisfecho, miraba el entorno, por si la luz dorada de la piedra, el encuadre perfecto de los arcos, el sonido sosegado de los visitantes, inspiraban un buen modo de dar por concluida su composición.
Don Miguel se quita las lentes. Saca un pañuelo para limpiarlas y en la visión turbia de la plaza no encuentra las palabras adecuadas. Procede, pues, como otras veces, a elaborar listados de vocablos contundentes de igual terminación —yugo, mendrugo, verdugo; balanza, venganza, templanza—, y apunta en su cuaderno los versos que el cielo salmantino tiene a bien concederle.
Muchos lo reconocen de lejos. Su aspecto es inconfundible, adusto y negro. Inspira temor reverencial. Un halo de tristeza lo rodea.
Don Miguel llama al camarero. Abona el café, recoge sus bártulos. Aún sentando, recorre de nuevo la plaza, aquel rincón del mundo que no habrá de habitar en el olvido. Él —«despojo de un alma hecha jirones»— seguro que sí, pero no se lamenta.
Al levantarse, un trozo de papel vuela hasta el suelo. Un muchacho, que bien podría pasar por descendiente de aquel otro Lazarillo, lo recoge, y a punto está de llamar a su descuidado dueño. De haber sabido leer le hubiera apuñalado aquel verso sin rima y sin esperanza.
«Oye mi ruego Tú, Dios que no existes».
Microrrelato aparecido en Miradas y letras II en el Camino de la Lengua Castellana. Selección de obras del II Certamen Fotográfico y I Certamen Relato Hiperbreve «Camino de la Lengua Castellana». León, Fundación Camino de la Lengua, 2011.
Elena Marqués Núñez