
Marco acababa de llegar a casa después de un largo día en la fábrica. Trabajaba ocho horas al día envolviendo caramelos de menta para la tos y, aunque no fuera el empleo de sus sueños, conseguía algo de dinero para pagarse el único vicio que tenía.
A Marco le encantaba el cine. Devoraba todo tipo de películas, de todos los géneros conocidos y de todos los estilos. Siempre le dio igual que fuera cine clásico, moderno, de suspense, de serie B o, incluso, de terror, aunque tuviera que taparse los ojos por el miedo que pasaba. La gente del mundo real no le ofrecía las emociones y aventuras que sí le aportaba la pantalla de su televisor.
Esta fue la razón principal por la que decidió trabajar en la cadena de montaje para envolver caramelos; así no tendría que levantar la cabeza y relacionarse demasiado con el resto de sus aburridos compañeros. Además, cada mes le daban una caja de mentolados gratis y adoraba tener un aliento fresco.
Decidido a despejarse de tanta envoltura mecánica, cogió un DVD al azar de su colección. No quería llegar a mirar el título y poder así llevarse una pequeña sorpresa cinéfila. Introdujo el disco en el reproductor, se tumbó en el sofá y le dio al botón de reproducir. Pero en el televisor no salió película alguna.
Mientras tanto, en el otro lado de la ciudad, Elena acababa de llegar a su apartamento. Hacía unos meses que no trabajaba, y se decía a sí misma que se había tomado un año sabático para conocerse mejor y ordenar sus ideas. Pero lo cierto es que no estaba demasiado segura de las ideas que quería ordenar, ni de lo que realmente significaba pasar un año sabático. En el tiempo que llevaba sin trabajar, había hecho escalada, golf para principiantes, clases de canto para distinguir los diferentes tipos de aves y, aunque casi nunca tuviera visitas, un día a la semana iba a un curso de cocina sofisticada para alegrar el día a los invitados. Siempre intentaba estar lo más ocupada posible para no pensar demasiado en lo extraña que se estaba volviendo su vida.
Llegó totalmente rendida al salón y se dispuso a ver algún tutorial sobre el canto de la grulla japonesa o, en su defecto, algo sobre mejorar su técnica de ascensión en paredes verticales. Encendió el televisor, pero en la pantalla no salió video alguno.
Un chico la estaba mirando fijamente a través de la pantalla. Tenía el ceño fruncido y la ceja derecha ligeramente levantada. Este empezó a darle golpes al mando que tenía en la mano, se levantó del sofá en el que estaba sentado y le dio un ligero manotazo al televisor. Elena escuchó un clonck metálico y dio un salto en su asiento.
Marco se asustó al ver la reacción de aquella chica que estaba en su televisor, ¿era posible que aquella mujer también le estuviera viendo? No podía creerlo, vivir aquello era demasiado hasta para alguien que había visto tanto cine y conocía tantas historias fantásticas como él. Alzó el brazo y empezó a mover la mano de izquierda a derecha; la chica hizo lo mismo. «Puede que hayamos hecho ambos el mismo movimiento por casualidad» pensó.
Desenvolvió un caramelo y se lo echó a la boca. Saborear ese sabor a mentolado le tranquilizaba y le ayudaba a pensar. Se puso de pie, colocó el dedo índice de su mano derecha en la nariz, se agarró la pierna izquierda con la mano que le quedaba libre, y empezó a dar saltitos girando sobre sí mismo; la chica de la pantalla sacudió la cabeza a modo de sorpresa, se levantó e hizo exactamente el mismo movimiento.
Elena dejó de girar y empezó a reírse a carcajada limpia al ver como aquel chico saltarín dejaba de hacer aquel movimiento anaeróbico y comenzaba a suspirar profundamente, preso del cansancio. Él la vio reír y se contagió de sus carcajadas. Los dos cesaron sus risas al mismo tiempo. Marco pestañeo lentamente mientras miraba a Elena. Ella también lo hizo.
«Esto lo tiene que ver alguien, si no, no me van a creer jamás», pensó Elena dirigiéndose lo más veloz que pudo al teléfono que había al lado de su sofá. Buscó el número de una vecina para que pudiera ver en seguida aquel curioso incidente, se pegó el teléfono al oído y escuchó pasar uno a uno los tonos de la llamada.
Piiiii, piiiiiii, piiiiii. Descolgaron y, en lugar de una respuesta con el protocolario «dígame», a Elena le llegó un suspiro con un fuerte olor a caramelo mentolado. Se quedó mirando el número que había marcado. Era el de su amiga pero seguía sin contestar al otro lado. Pensó en que lo mejor sería intentar llamar a otra persona. Iba a darle al botón de colgar y, cuando estaba a punto de pulsarlo, le sorprendió un sonido metálico reclamando su atención: clonck, clonck, clonck.
Se giró, desde el televisor su compañero de aventura la observaba mientras golpeaba con suavidad el interior del cristal. Este levantó la mano que permanecía oculta del campo de visión de ella. Sujetaba un teléfono móvil. Lo señaló con la barbilla y se lo acercó al oído sonriendo. Elena se tapó la boca sorprendida. Apartó la mano deslizándola por sus labios y en ellos también se dibujó una sonrisa. Ambos dijeron a la vez:
—¿Eres el chico de la pantalla?
—¿Eres la chica de la pantalla?
Fer Alvarado