

Llegas a la tardecita y oyes ladrar a los perros. Es un pueblo más, con su iglesia y su espadaña y sus calles vacías, sólo transitadas por el reptar imperceptible de las sombras.
Nada nuevo para un hombre como tú, que conoce –son tus palabras– hasta el más intrincado lugar de las Alpujarras. Nada nuevo. Siempre el vacío, la oscuridad ganando la partida, la gente al resguardo tras las ventanas, los perros como olfatos sonoros que evidencian la llegada del extraño. Es el exudado inhibidor del grupo ante la amenaza del que atraviesa su epidermis a hora incierta. Te acomodas bajo un alero. Al otro lado de la calle, la luz tras lo visillos te recuerda el decorado de un teatro o, quizás, las ventanas iluminadas de algún belén de la infancia.
ANTONIO TORIBIOS