
Yo sé de un himno gigante y extraño con brando compás, dareiche una proia da pedra do lar
GUSTAVO ADOLFO – ROSALÍA
Gustavo Adolfo y Rosalía se habían dividido la isla, con la mera interrupción de un tendedero donde ella colgaba sus faldas acampanadas y él sus levitas rasposas.
Gustavo Adolfo se dedica, con vaguedad, a la cría de gorriones líricos y golondrinas de ida y vuelta, de vuelos densos y vaporosos. Rosalía se engolfa en los yunques y las tenazas del corazón, arrastrándose por valles y por vientos, meciéndose entre las olas o las esquirlas de los ríos.
A veces se encuentran y se saludan moderadamente, como si el aire mismo que los envuelve fuera el que de verdad reparte sus mundos. Cuando Bécquer es nocturno y gusta de amigos que propinan la puñalada de la verdad, Rosalía canta nanitas dulces, imitando el cauce de las aguas; cuando Rosalía se calza el nordés y, disfrazada de ola, se despeña entre los acantilados, a Gustavo Adolfo le da por dejarse las cuerdas de un arpa y se abraza a las esquinas oscuras.
Intercambian palabras que el otro no comprende, pero que ambos sienten. Ni la tisis ni los tumores los distraen de su oficio de huéspedes alados del tiempo.
–¿Qué tal allá, entre las ondas y los valles, Rosalía?
–Bien, ¿y allá entre las enredaderas y el Moncayo, Gustavo Adolfo?
Al atardecer, los personajes de sus poemas se confunden con la brisa o el cierzo, hay un ruidito de gasas y un rasgar desdichado de sombras que los rocía.
Otras veces la noche detiene sus vagabundeos en la isla, sacude sus cabezas como si fuera una brocha de brea y los hace mirar entre las costillas del cielo, perderse entre la misma noche y las mismas estrellas.