
—¿Cómo está tu amor? —Siempre que me pregunta por él sonríe con la mirada y, por momentos, nos convertimos en dos adolescentes a la salida del instituto.
Ella es consciente de que mi amor ya no es, ya no está, ya no existe, pero prefiere seguir haciéndose la despistada, como si así consiguiera darme unos minutos más de felicidad, o por lo menos evitarme la pena por un segundo.
Finge no recordar, pero yo sé que solo es un juego al que puede recurrir gracias a sus casi noventa años. No se lo puedo reprochar. Ojalá tuviera yo toda la vida recorrida y sus experiencias a mi espalda para lograr salir de esta encrucijada de emociones.
—Está bien abuela, supongo. Ya sabes que hace mucho tiempo que no nos vemos. Alberto hace meses que dejó de ser mi amor.
O mejor dicho, yo dejé de ser el suyo.
—Ay, Julita, vosotros siempre con vuestras historias de hoy no y mañana sí. Ya verás. Seguro que en Navidad volvemos a tenerlo en la mesa devorando los langostinos a dos manos.
Y me hace reír como solo ella sabe. Porque vuelvo a ver a Alberto sobrepasado por el plato de langostinos que fue incapaz de acabar el año pasado, cuando todavía estábamos juntos.
A mi abuela Graciela le gustan las celebraciones en familia. Dice que son el mayor regalo de todos. Nada material. “Un tesoro que se guarda en el corazón envuelto en un paño de seda para no hacerle nunca un rasguño”, dice siempre poética.
Lo que a ella le llena el corazón es reunirnos en su mesa a todos juntos: primos, tíos, nietos… Y ya somos una buena banda, rozando la veintena. Porque la abuela Graciela te sonríe con la mirada cada vez que te pasa el pan, cada vez que hace su cordero al horno con picada de almendra o te ofrece su delicioso helado de turrón. Siempre nos lo da todo, aunque no tenga casi nada para ella. Dice que ya pasó la época de la guerra sin nada y la posguerra con mucho menos, así que ahora hay que comer, comer y disfrutar de nosotros. De estar. De ser. De sentir.
Porque la abuela ya perdió un hijo al que no conocí y se volcó en criarme cuando quedé a su cuidado. La abuela Graciela es nuestro pegamento. Y por eso no le tengo en cuenta que juegue a olvidar lo que sabe que me duele recordar.
—De todo se aprende en la vida, hija mía —me dice cuando se pone seria.
Y yo solo puedo apretar fuerte sus manos, darle un beso enorme y un abrazo que reconforta todo mi ser
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Un comentario en “La abuela Graciela by Mar Bayona”