
PÍO- PÍO, decía Sino ahuecando su cavidad bucal y frunciendo los labios como para un beso imaginario. PÍO- PÍO, repetía machacón, y estallaba en incontenibles y espasmódicas carcajadas. Veinte quilos pesaba el cabrón. PÍO- PÍO, engolando la voz, y la risa estallaba sobre los oyentes desprevenidos como una catarata en erupción.
Eufrosino era así y así había que tomarle. Pío-pío, Pío Nono. Y se iba en risas caudalosas. Se desparramaba como la sangre en las pelis de Peckimpah, como las babas de un diablo loco. Siempre con el mismo chistecito del gorrión gigante. Y luego el desvarío, Pío No-no, Nonó en el Tirol… Y la risa. Era buen chico el Eufrosino. Dicen que ahora ya no ríe, que tiene la mirada ausente y un hilo de baba colgándole hasta el pecho. Y que a veces musita un pío-pío suave, casi inaudible, como si le viniera de muy dentro.