
Mi novio y yo organizamos una bonita boda. El cura tuvo la idea de ofrecer en la comunión pan y vino de verdad.
Sonriente, hice el paseíllo hasta el altar. Él me esperaba con su traje de novio. Se acercó a mí, yo creí que me iba a dar un beso.
─No puedo casarme ─me dijo al oído. Incrédula, le miré; el gesto de su cara confirmaba sus palabras. Mi sangre dejó de circular.
─¿Por qué? ─le pregunté perpleja.
─Es que a mi madre no le caes bien.
De pronto, toda la sangre de mi cuerpo se dirigió a la cabeza nublándome la razón, la rabia me salía por los ojos cuando miré a mi suegra, pero volví la mirada hacia él, el odio golpeó mis sienes y, de un impulso, subí al altar, cogí el cuchillo de la bandeja de pan y se lo clavé en el pecho, volcando mi furia repetidamente.
Cuando mi estado psíquico se normalizó, aspiré aire. Ya no olía a velas y sentí alivio.
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