
Más vale un canario perverso que un piadoso lobo
CHÉJOV – DOSTOYEVSKI
Todo era un trasiego entre una y otra isla: el canal que las dividía era testigo de una caravana de mujiks desastrados, damas con y sin perrito, borrachos y jugadores sin templanza y culpables, sobre todo muchos culpables.
Tiene que quedar claro que todos los propietarios de las islas no pueden traer, así como así, a sus personajes, pero en este caso el hielo báltico los aprisionaba durante meses tras sus cristalinas capas (a salvo de cualquier inspección superficial) y los retornaba a la vida durante el breve efluvio de la primavera.
Era digno de verlos después de que el tibio sol los liberase de la prisión del hielo: era entonces cuando se dejaban ver Chéjov y Dostoyevski, en una cala que esculpía un pequeño promontorio de la Isla Chéjov (y que se alternaba con un pequeño valle en la Isla del autor de Los demonios).
Chéjov, ataviado con una levita aseada (de cuyo bolsillo superior colgaba un fonendoscopio), siempre era el primero en trasegar entre las islas. Se veían muchas veces en la dacha que coronaba la isla, envueltos en la tiniebla del samovar. Fiodor, desgreñado y envuelto en una madeja de desperezos, se dejaba acariciar por los primeros rayos de la mañana. Fue a Chéjov al que se le ocurrió la idea:
–Dilecto amigo, le sugiero que cambiemos las tornas…
–Apreciado Antón Pávlovich, ¿a qué se refiere?
–Mire, yo no quiero forzarlo, pero ¿no le agradaría que empleásemos esta vida supraterrena en que yo escribiera apadrinando seres desquiciados y marginales y usted hiciera lo propio con los míos, melancólicos y soñadores?
Fiodor no dijo nada. Apuró su té, ya frío, y se instaló en la dacha.
Chéjov regresó lentamente a la Isla Dostoyevski , con el borrador en su cabeza de un asesino de ancianas.
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Muchas gracias, Juan!
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