
Hace unos días me quité un peso de encima. Uno gordo. De esos que no te dejan dormir. De los que son un comecocos constante y están presentes cada minuto del día. Pensé que, una vez liberada de ese peso, podría volver a dormir tranquilamente, o por lo menos las horas necesarias para mi cuerpo. Pero no. Resulta que ese alivio duró menos que un suspiro y esa sensación de poder respirar tranquila dio paso a otros comecocos…
Resulta frustrante. Es como el que está en el corredor de la muerte, que cuando se acerca el día le dicen que no lo ejecutan; llora de emoción, pero luego le dicen que no es que no lo vayan a ejecutar, es simplemente que han pospuesto su ejecución. ¿Cómo no sentirse frustrado?
Cuando consigo ese momento zen, donde todo es tranquilidad y calma, algo tiene que venir a enturbiar esa paz. Esa primera sensación de alivio da paso a un nuevo peso sobre los hombros. Algo que no tiene nada que ver con la primera carga, pero que hace que el cuerpo se doble y tambalee porque aún no se ha recuperado del peso anterior. Y el cansancio es brutal. Y el peso, aunque sea más ligero, parece mucho mayor.
Parece que el alivio, la tranquilidad, la despreocupación… son algo efímero. No puede durar. Enseguida otra preocupación ocupará ese puesto. No vaya a ser que uno se (mal)acostumbre…