
Estaban solos; siempre lo habían estado. Y, por más que su ofuscada realidad les hubiera concedido una tregua en forma de lugar paradisíaco, ella no podría bajar la guardia. El niño daba forma a una enorme ciudadela; se afanaba en vaciar cubos que acarreaba, disciplinado, desde la orilla. Luego esparcía la arena, la concentraba en los lugares que intuía más débiles, y vuelta a empezar.
Mientras lo observaba, le pareció dotado de una inmensa paciencia y tesón. También, barruntó mientras una sombra nublaba su recuerdo, tenía muchas agallas. A pesar de no ser más que un crío de ocho años, había visto y oído demasiado. Los dos se merecían ese descanso.
–Hay que construir un foso alrededor. Y justo detrás, levantar murallas tan altas como yo –había explicado a su madre.
La demostración práctica no se hizo esperar: alternaba un desgastado rastrillo, al que le faltaban púas, con una enorme y colorida pala, que manejaba mejor que nadie. Tras un buen rato, los muros de la construcción habían crecido en altura y anchura: parecían la fortaleza perfecta para un pequeño príncipe. Dentro, se sucedían atalayas y formas de diferentes tamaños –peces, tortugas, caballitos de mar–. Una suerte de cosmos forjado a base de conchas y vistosos guijarros, alejado de cualquier amenaza conocida.
–Aunque suba la marea, el fuerte resistirá.
–Pero el agua todo lo puede –añadió ella–. Mira donde llega la marca de las olas. Al final tendrás que rendirte.
–Veremos –apostilló él, agarrando con nerviosismo un rubio mechón de su pelo y frunciendo el ceño.
Ella se relajó, esbozó acaso una imperceptible sonrisa. Echó mano de aquella vieja novela y optó por sumergirse en la lectura. Sin darse cuenta, se quedó dormida.
La despertó el roce apresurado de unos dedos mojados.
–Mamá, creo que tenías razón. El océano se ha enfadado porque no puede con mi castillo. Creo que Neptuno ha hecho llamar a la gran ola.
–¿Qué…? –ella se desperezó y miró alrededor. Por más que observaba, no era capaz de encontrar la orilla, solo metros y metros de ribera –tierra mojada, en realidad– que se mostraban donde antes frisaba la línea del mar; de esta, empero, no quedaba ni rastro. Algunos turistas se arremolinaban, despistados, sin terminar de entender qué clase de truco de magia había conseguido evaporar tantos litros del líquido elemento. A lo lejos, se veían embarcaciones de madera que habían dejado de flotar para quedar varadas en un fondo limoso. Más allá, se percibía una línea difusa, como un horizonte de espuma.
Cuando por fin comprendió, se levantó como un resorte. Corrió, nerviosa, hacia su hijo. Lo encontró reforzando los muros, que remedaban poderosos mamparos; con sus manos recogía arenisca y apuntalaba esquinas, colocaba pequeños guijarros en lo alto. Parecía que preparaba su ejército para una cruenta batalla. Ella se agachó, intentando aparentar normalidad. Le temblaban las manos.
–Tenemos que irnos, campeón.
Él la miró, un punto enfadado.
–¡No, mamá!… Tengo que proteger el castillo.
Alrededor, empezaba a correrse la voz de alarma. Todos retrocedían hacia los hoteles. Confluían voces preocupadas en diferentes idiomas: terciaba el soniquete cansino de teléfonos móviles y conversaciones atropelladas; una torre de Babel. El niño los miraba, con aire distraído.
–¿Tenemos que irnos a otro país? ¿Es porque va a pasar otra vez? –quiso saber.
–No. Es por… la ola –ella titubeó–. Tenemos que ponernos a cubierto porque llegará enseguida. Resulta que tenías razón, hijo; golpeará fuerte y la marea subirá mucho. Muchísimo. Si nos quedamos aquí también nos atrapará a nosotros.
Él la miró, con aire culpable. Como si todo fuese responsabilidad suya.
Apenas unos minutos más tarde, desde el hotel, la vieron llegar. Parecía una riada de agua oscura, embarrada. Venía precedida de un rumor como de tumulto. Todos se agolpaban en la azotea, el punto más alto. Observaban, aterrados, cómo se llevaba todo por delante. Pronto los coches cedían a su empuje y flotaban, como si fueran insignificantes trozos de corcho. El arenal, que poco antes remedaba el confín más seguro del planeta, quedaba enterrado bajo varios palmos de un torrente poderoso, que no se detenía ante nada.
–Mira, mamá: ya no queda nada del fortín. Y no podré hacer otro; he olvidado mis herramientas.
Ella lo miró, tensa pero aliviada, como quien escapa a un gran desastre por el filo de una moneda.
–No te preocupes. Cuando salgamos de aquí te conseguiré otras, para que puedas hacer uno más grande.
Su atención se centró en un objeto pequeño que navegaba sin control arrastrado por la corriente. Enseguida lo identificó: se trataba del libro que, bien poco atrás, había tenido entre manos. Se esforzó en recordar el título, siquiera retazos de la historia, pero fue incapaz. Le pareció otro tiempo distante y remoto. Se sintió extenuada, como si mil manos tiraran de ella y luchara con denuedo para resistirse. Su nuevo mundo, tal y como lo habían conocido, caía a su alrededor como cartas de una baraja. Agarró con fuerza la mano de su hijo.
El muchacho, con su pelo enmarañado y aquellas pecas que ilustraban su rostro, no dejaba de mirar al cielo. No prestaba atención al rumor del agua que corría, apenas tres alturas más abajo, llevándose todo consigo. Mantenía la vista en el cielo. Escrutaba, absorto, la forma de las nubes.
FIN
PD. Este es un relato de verano, pergeñado durante días de lluvia.
Buen relato…..!!!
Me gustaLe gusta a 2 personas
¡Muchas gracias! ¡Fuerte abrazo!
Me gustaMe gusta
Reblogueó esto en Blog de Aldegunde.
Me gustaLe gusta a 1 persona