
By Paula C. Monreal
Lucía se despierta sobresaltada, el puto despertador ha sonado antes de lo previsto; son las seis en vez de las ocho. Sin ver, con tanto dolor por fuera como por dentro y con la vida ácida que se queda después de las peleas, se vuelve hacia Nadia, quiere saber si la ha despertado o continuaba durmiendo. Nadia no está a su lado. Lucía se siente invadida por la realidad y el pánico, y se deja caer. La espalda pegada al colchón, las manos a ambos lados del cuerpo, como si estuviese muerta. Necesita hacerse la muerta. Quiere estar muerta cuando Nadia regrese, y que la vida continúe sin ella. Aunque la llame, no se moverá, no puede moverse porque está muerta.
“¿Cómo ha podido pasar? ¿Por qué han llegado a esta situación? ¿Cómo es posible que Nadia esté en la comisaría?”
Lucía va recordando mientras se arrastra hasta el baño. No llora, hace tiempo que se le fueron las lágrimas y se le instaló el miedo. Ya no siente los hombros anchos y el pecho fuerte, ya no levanta la cabeza ni sonríe con orgullo, ni piensa que puede con todo. Se ha dejado el pelo largo, no quiere verse, no quiere ver que ya no tiene coloritos en la cara, como le decían hace muchos años. El agua caliente sobre la espalda la reconforta, hace que se olvide de los golpes y los años y las palabras.
–Tú cállate –le dice Nadia a menudo. No sabes nada. Yo soy la que gana el dinero ¿no?, pues yo soy la que puede hablar. Y si no te gusta, te puedes ir cuando quieras.
Y Lucía sale de la que también es su casa, y cuando consigue superar el pudor y meterse dentro de las sábanas blancas del NH que está cerca, la llamada de Nadia, le hace vestirse de nuevo. Otra vez la vergüenza. Los de recepción se sonríen. Ella sonríe sin apenas mirar. Sale con el bolso negro al hombro, ese que parece una maleta de mano, pero que no lo es. Se lo compró hace tiempo, una tarde, al salir del cine porque no sabía dónde ir, porque no podía volver a casa. También se compró un pijama, y un libro, y se fue a un hotel, a uno distinto, desde donde se veía la Casa de Campo. Y como llevaba el bolso que parecía una maleta, pudo entrar y firmar con la cabeza alta, aunque temblaba por dentro. En ese tiempo todavía lloraba, berreaba y escupía palabras: ¡Puta! ¡Gilipollas! ¿Me oyes? ¡Gilipollas! ¡Mala! ¡Eres mala! Y loca, sobre todo ¡estás loca! Y es que Lucía no sabe nunca el porqué de los arrebatos y la violencia de Nadia. Pasa sin avisar, después de una reunión con amigos, o con la familia, o porque no encuentra la blusa que tiene delante, o porque no ha acertado con la sombra de ojos, o por que tiene más arrugas de la cuenta, o por lo que sea. Lucía nunca sabe por qué pasa nada. Nunca supo por qué un día comenzó a pegarle, a empujarle, a darle tirones de pelo, a tener que pasar días sin poderse peinar por los hematomas en la cabeza. A ser un día una reina y otro una piltrafa.
Lucía siempre la ha protegido, ha tapado sus arrebatos y su furia tiñéndolos de fragilidad y de falta de autoestima. Lucía siempre la ha perdonado porque se supone que está enferma y porque se quieren a rabiar; y porque están solas en medio de esta sociedad de mierda para la que no cuentan. En medio de una alta sociedad de chaquetas estrechas que lo tapa todo, que no quiere saber de sentimientos ni de tu vida. Uniformados que te sonríen y se toman un vino contigo, pero que no preguntan. Y luego la familia, que te quiere, pero que tampoco pregunta. Un amor rodeado de silencios, abriéndose paso a manotazos entre soledades y culpas.
Nadia le propuso matrimonio un día y Lucía, no se lo pensó. Se dieron el sí en la Junta Municipal del barrio. Fue una boda íntima con unas cuantas amigas, con madrinas y testigos. Una boda sin muchos besos y sin arroz. Salieron en silencio siendo ya mujer y mujer. Tenían miedo de encontrarse con algún conocido. Querían evitar las miradas de los desconocidos.
Lucía camina despacio, quiere vestirse y salir antes de que regrese Nadia, siente náuseas, también siente los efectos de las cervezas. ¿Fueron cinco?, piensa. Bajo la anestesia del alcohol vuelve a recordar sus propias palabras: ¿Por qué me estás gritando, Nadia? La respuesta la dejó sin argumentos: yo hablo así porque me da la gana. Además, no te estoy gritando a ti, déjame en paz.
Y un empujón detrás de otro empujón, y los gritos hacen que las paredes vibren, y el vecino siente miedo por ellas, por si se matan. Eso le dice a la policía. Y la policía llama a la puerta, y enmudecen las dos.
–¡Abre tú!
–No, ¡abre tú!
Abren ellos. Cuatro hombres de uniforme entran a golpes en una casa que no es suya. ¡Cuatro!
Nadia se esconde en el baño, desencajada, sin comprender la situación. Lucía los recibe en pijama, así, como está. No le da tiempo a peinarse, ni siquiera a ponerse el sujetador, ni una chaqueta encima, para disimular el pecho caído y la edad. No le da tiempo a disimular nada, ni los golpes, ni el arañazo en la cara, ni el dolor acumulado. Todo expuesto, ella expuesta.
–Dígale a su compañera que salga, si no, entraremos a por ella.
Y Nadia sale también en pijama, y les dice que por qué han entrado así, que se vayan de su casa.
–No se ponga usted violenta, señora.
Pero se pone, y Lucía intenta calmarla, pero no puede, y se vuelven a pelear. Y se la llevan, porque no pueden dejarlas juntas. Por si se matan. Los gorilas le dan tiempo para vestirse. No quieren escuchar, no quieren saber que Lucía no quiere denunciar. No quieren saber nada. Lucía, con los hombros caídos por la vergüenza vuelve a la cama. Se tumba con los brazos cruzados, arropándose, protegiendo el amor que le queda. Sin voluntad para pensar.
Con la luz entera de la mañana entrando en el dormitorio, Lucía cierra la maleta, ya no quiere recordar más. Los golpes le duelen cuando recuerda. Los arañazos le escuecen de tanto invocarlos. Ha de borrar los recuerdos si quiere continuar. Nadia está a punto de volver. No quiere encontrarse con ella. Deja el teléfono y las llaves. No quiere darse ninguna oportunidad.
Al llegar al hotel le cogen la maleta.
–¿Cuántos días va a estar, señora?
–De momento dos o tres. Quizás más.
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